Estas semanas nuestro alumnado ha sufrido las pruebas de acceso a ciclos formativos de grado medio y de grado superior. Digo sufrir porque es un verbo que describe con bastante exactitud la sensación que se desprende de su comportamiento las semanas previas a la prueba. Y es que, después de siete meses de trabajo, se la juegan con un examen que supuestamente va a acreditar su capacidad para cursar en los próximos años distintas modalidades de formación profesional. No se trata de hacer un drama del asunto, claro. Todos hemos pasado alguna que otra reválida y aquí seguimos, vivitos y coleando. No obstante, no estoy seguro de que se trate del mejor sistema para generar aprendizaje.
Y lo peor es que la tendencia general va hacia ahí. Pruebas diagnósticas, reválidas, selectividades, pruebas de acceso... El itinerario educativo de un alumno cualquiera se llena de pruebas y más pruebas que condicionan enormemente los planteamientos metodológicos y el trabajo desarrollado en el aula. Leía el otro día un acertado tweet de Victor Cuevas donde señalaba que la existencia de estas pruebas reducía el trabajo del profesor al de mero preparador de la reválida de turno. No me parece una exageración.
Como decía más arriba, durante siete meses dedicamos nuestro esfuerzo a preparar de la mejor manera posible a nuestros alumnos para las pruebas de acceso a ciclos. Siete meses con el examen final en la cabeza. Claro que existen otras maneras de afrontar la preparación de la prueba, pero el margen de actuación es escaso cuando tienes temarios tan amplios, horarios tan ajustados y grupos tan heterogéneos como los que acostumbran a formarse en estos cursos. Además, la demanda del alumnado es clarísima. Y legítima, por supuesto: estar familiarizado con el modelo de examen y bien preparado para el día D. Así que nada de florituras y los experimentos, como se suele decir, con gaseosa.
Pero es que me temo que pasa lo mismo en todas las etapas educativas. Los profesionales de primaria (atención, ¡primaria!), secundaria y bachillerato no van a poder evitar mirar de reojo, cuando menos, las reválidas que plantea la LOMCE. Y tampoco me vale el argumento de que la nueva ley va a durar dos telediarios porque, primero, de momento es lo que hay y, segundo, porque no se atisban demasiadas propuestas alternativas en el horizonte electoral. Así que, dure lo que dure, habrá que trabajar en estas condiciones aunque, en mi opinión, se trata de un modelo que hipoteca la innovación, la implantación de nuevas metodologías y, sobre todo, la generación de aprendizaje real. Siempre hay márgenes para cambiar cosas, por supuesto, pero ¡qué difícil nos lo ponen!
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Hay un error de fondo terrible. No puede ser lo mismo un curso destinado a la obtención de un título que la formación básica de los niños y jóvenes. Puedo admitir (aunque no me gusta) que el Bachiller conduzca a una reválida, como lo era la Selectividad, dado su carácter orientador hacia estudios superiores, pero Primaria y ESO son etapas de formación como personas, como ciudadanos, no como aprobadores de exámenes. Es un grave error que producirá un fracaso aún mayor.
ResponderEliminarMuy de acuerdo, Toni. Por un lado nos plantan pruebas y más pruebas mientras que por otro muchos caemos en la inercia fácil del examen y la prueba tradicional. Tendremos que crear el Departamento de Exámenes para coordinar el tinglado. En fin, poco a poco. Un abrazo.
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