El otro día leí en Les incerteses, genial ensayo de Jaume Cabré, una historia preciosa pero muy triste a la vez. Se trata de la historia de una obra maestra de la literatura que nunca llegó a escribirse. Un relato abortado por una trivialidad, por un acto tan banal como la entrega de la correspondencia diaria. Y es que no sabemos el impacto que puede tener el acto más cotidiano de nuestro día a día.
Su protagonista es el pensador, filósofo y poeta inglés Samuel Taylor Coleridge y el marco el pequeño pueblo de Porlock, ubicado al suroeste de Inglaterra. Cuenta Coleridge que una noche de otoño de 1797, después de un notable atracón de opio, se quedó dormido leyendo la biografia del Gran Khan del imperio mongol. Tuvo tal impacto el texto en el subconsciente del poeta que, profundamente dormido, soñó que escribía un precioso poema dedicado a narrar los bellos y espectaculares paisajes orientales. Ese poema iba a ser, sin lugar a dudas, su gran obra maestra; la obra que le daría el reconocimiento como poeta que, más tarde, conseguiría como pensador y como filósofo.
Así pues, recién despierto y con el recuerdo del poema bien nítido en su cabeza, Coleridge se dispuso a plasmar sobre el papel verso a verso el texto que había soñado. El trabajo fluía sin problemas hasta que sonó la llamada del cartero a la puerta. Despachado el asunto, cuestión de minutos, el autor intentó ponerse de nuevo manos a la obra para finalizar el poema. Imposible. El texto se había desvanecido de su cabeza completamente. El cartero dejó la correspondencia pero se llevó algo mucho más valioso: la concentración con la que Coleridge se estaba ganando un lugar entre los grandes poetas de todos los tiempos. El resultado fue Kubla Khan, a vision in a dream, poema inacabado que acabaría por convertirse en una de las grandes frustraciones literarias del autor pero que, por contra, ha contado con la admiración de grandes figuras de la literatura universal.
Claro que cabe la posibilidad, estoy de acuerdo con Cabré, que todo sea una débil excusa por parte de Coleridge para justificar su incapacidad para crear una obra maestra. No obstante, se trata de una historia que muestra muy a las claras del impacto de lo que Cabré llama los "hombres de Porlock": gentes (yo añado situaciones, contextos, realidades...) que torpedean nuestro día a día y que impiden que saquemos lo mejor de nosotros mismos. Situaciones u obligaciones muchas veces sin demasiado sentido que condicionan enormemente nuestro trabajo y sus resultados.
Y es que me da la sensación que los profesores tenemos nuestros particulares "hombres de Porlock". Recursos menguantes, ratios elevadas, claustros complicados, equipos directivos ausentes (o excesivamente presentes), problemáticas varias en las aulas, familias complejas o burocracias salvajes (véase Hiperdocumentados) son solo algunos ejemplos de cómo los hombres de Porlock se interponen entre nosotros y nuestro objetivo fundamental: el aprendizaje y la educación de nuestro alumnado. Todo ello sin mencionar nuestras propias incapacidades, claro. Pero también creo que los centros y el sistema educativo, así en general, tienen sus propios hombres de Porlock. En relación al sistema, sería fácil incluso ponerle nombres y apellidos. Bastaría con revisar los autores de las múltiples ocurrencias y leyes educativas de los últimos años.
Se trata, en mi opinión, de no ceder ante el empeño de los hombres de Porlock. La lucha en el fango de lo cotidiano no debería alejarnos de nuestros grandes objetivos educativos. Es cierto que no podemos controlarlo todo, por supuesto. Pero sí que podemos estar preparados para limitar el impacto de lo urgente y centrarnos en lo verdaderamente importante. Eso y tener cuidado con los opiáceos, claro.
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