A menudo se dice que una cadena es tan
fuerte como su eslabón más débil. Cómo ponerlo en duda, claro. De nada
servirá tener una bicicleta con una cadena bien engrasada, ajustada
y preparada si tan solo uno de sus eslabones está en las últimas
pidiendo a gritos una sustitución. En caso que así sea,
todo el sistema va a verse afectado por la situación, así que quizá
resulte inteligente ponerle remedio con premura. Y además, en caso
de romperse no tendrá demasiado sentido cebarnos con el eslabón más
débil ya que, como miembro de un conjunto, su papel es el que es,
limitado. Muy importante, claro, pero limitado.
En este sentido, podemos afirmar que el
sistema educativo es como una cadena. Bien, algo un pelín más
complejo, lo sé, pero en cualquier caso un conjunto de piezas
relacionadas las unas con las otras que hacen que la educación de
una región o de un país tire hacia adelante (o no): leyes
educativas, presupuestos, responsables políticos y técnicos,
centros educativos, familias, alumnos, profesores, personal de
administración y servicios, técnicos de distintas especialidades,
centros del profesorado y un sinfín de agentes y elementos más. A
su vez, cada eslabón educativo está sometido a toda una serie de
factores y condicionantes determinados. Por ejemplo, las leyes
educativas están sometidas a la ideología de los partidos que las
impulsan (al menos en España, no así en otros países, donde se
establecen consensos políticos sobre la cuestión); los
presupuestos, por supuesto, ídem de lo mismo; los centros educativos
se organizan a partir de estas leyes ajustándose a normativas
determinadas, a ratios preestablecidas o a criterios de matrícula
específicos; por su parte, los profesores desarrollan los contenidos curriculares
aprobados en las citadas leyes, ajustándose (o no) a su entorno,
trabajando en estructuras organizativas definidas (o no) por los
centros, etc.
Dando un vistazo al sistema educativo
de nuestro país, podemos afirmar, en general, que existen
importantes espacios de mejora. No se trata de abonarse al discurso
catastrofista que a menudo proclama a voz en grito que no vamos a
ningún lado, que esto no hay quien lo arregle, ni mucho menos.
Existen muchísimos ejemplos a lo largo y ancho de la geografía
nacional que hablan a las claras de fantásticas prácticas y de un
trabajo excelente desarrollado en los centros educativos. No
obstante, negar la existencia de enormes espacios de mejora sería de
una ingenuidad mayúscula. Fracaso y abandono escolar, elevadísimas
tasas de repetición, resultados mediocres, desmotivación docente,
notables desigualdades regionales e incluso locales, o la escasa
participación de la población adulta en actividades formativas
pueden ser algunos de los ámbitos de mejora donde arremangarse y
ponerse manos a la obra.
Pues bien, ante todas estas
problemáticas y sin pretender caer en el corporativismo ni en el
victimismo, un servidor aprecia un excesivo celo contra un eslabón,
no digo que el más débil, pero quizá sí uno de los más
desprotegidos mediáticamente del sistema educativo: el profesorado.
Los profesores tienen muchas vacaciones, no se forman lo que
debieran, trabajan muy pocas horas y ahora además, la última moda,
adoctrinan sin escrúpulos a la chavalada son algunas de las líneas
maestras de argumentación esgrimidas por el “cuñadismo
infoeducativo”.
Ante tales manifestaciones me permito
afirmar que, sí o sí, el profesorado debe jugar un papel
fundamental en la redirección de determinadas situaciones del
sistema educativo. Y para ello habrá que afrontar cambios
importantes, qué duda cabe, en aspectos clave que afectan a los
docentes, quizá especialmente en su formación inicial y en los
procesos de selección. Ahora bien, me temo que los cambios profundos
deben de ir por otro lado. Un docente mejor formado, preparado y
seleccionado no podrá atender apropiadamente a grupos diversos con
ratios tan elevadas; tampoco podrá poner freno por sí solo a las
elevadas tasas de repetición y de abandono escolar. Una docente
mejor formada, preparada y seleccionada no dispone de una varita
mágica que le permita mejorar automáticamente los resultados
académicos del país, ni tampoco reducir las desigualdades que
existen entre comunidades autónomas, pero también entre barrios
dentro de una misma ciudad.
En definitiva, quizá cabe ampliar el
foco para encontrar soluciones más allá de la actuación bienintencionada de los
docentes. Es la administración la que debe
tomar cartas en el asunto y hacer una apuesta por modelos
consensuados donde la dotación de recursos y la eliminación de
desigualdades sean los objetivos centrales del sistema. Así pues,
demos un vistazo al sistema en su conjunto y, de manera colectiva,
afrontemos la situación con un enfoque y una perspectiva más
amplias. Porque ningún eslabón de la cadena puede convertirse en el
muñeco de pim-pam-pum de una sociedad que lo que necesita son,
precisamente, docentes reforzados y respetados por el sistema.
NOTA: Puedes leer más artículos publicados en INED21 aquí.
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