Última semana del trimestre y, como siempre, llegamos todos apuradísimos. Los alumnos, por su lado, histéricos con las notas (cuántas veces habré oído estos últimos días el recurrente "yo con un 5 me conformo, profe"). Nosotros, los profesores, sobrepasados por las correcciones de exámenes, trabajos, portafolios, recuperaciones y no sé cuántas actividades más. Uno tiene la sensación de que todo el trabajo y el esfuerzo desarrollado por profesores y alumnos, todas esas horas invertidas en planificar, conceptualizar y corregir distintas actividades y pruebas, en estudiar y comprender nuevos contenidos, no acaban de generar los resultados deseados. Y no me refiero a un índice más o menos elevado de aprobados, sino a la consecución de un verdadero, efectivo y profundo aprendizaje.
En cualquier caso, los cierres de trimestre son (o deberían ser), por cuestiones obvias, momentos donde reflexionar sobre nuestra práctica docente y, cómo no, sobre las estrategias de evaluación aplicadas. Obviamente, nuestra decisión sobre cómo evaluar el proceso de aprendizaje del alumnado tiene evidentes consecuencias sobre la consecución (o no) de los objetivos de cada propuesta formativa. Así pues, dedicarle la reflexión, el tiempo y el esfuerzo necesarios parece una buena base sobre la cual trabajar.
Ken Robinson, en su archicitadísimo El Elemento, compara los procesos de control de calidad de la educación con los de un sector económico totalmente diferenciado, el de la restauración. Señala Robinson que en este negocio existen dos grandes modelos de control de calidad: el del fast food y el definido por la Guía Michelin, es decir, el de la alta cocina. Ambos establecen y definen toda una serie de parámetros y criterios específicos para evaluar la calidad del producto final aunque, claro está, aquí acaban las similitudes entre los dos modelos.
En primer lugar, el control de calidad de la comida rápida establece con exactitud las características de los productos. Los procesos de cocción, el servicio prestado por el personal, el almacenaje de los productos e incluso las estrategias de venta y publicidad están definidas y marcadas por la organización. Es por esto que uno puede comerse una hamburguesa en uno de estos restaurantes de comida rápida en la otra punta del mundo y tener la sensación de estar haciéndolo en el "burguer" de la esquina de su casa. Y no solo por la comida, también por el espacio en sí. Carteles, sillones, paredes... Todo está estandarizado.
En cambio, el modelo de la Guía Michelin es otra historia. Este modelo busca la excelencia y, para ello, define una serie de criterios específicos aunque no detalla cómo deben cumplirse. Es decir, no se define el color de las paredes, ni el tiempo de cocción de las patatas fritas, ni el vestuario de los camareros... Cada restaurante debe, pues, aplicar los criterios como mejor le convenga para cumplir con los objetivos. ¿Resultado? Pues (se dice, se oye, se comenta) que los restaurantes de la Guía Michelín son fantásticos y, además, todos únicos y diferentes entre sí (habrá que ir algún día para comprobarlo).
En fin, creo que esta reflexión que Robinson aplica a las políticas de evaluación de los sistemas educativos nacionales puede extrapolarse a la labor evaluativa de cada docente. ¿Cómo orientamos nuestras evaluaciones? ¿Marcamos criterios rígidos que hacemos cumplir a todo el mundo por igual? ¿O, por contra, nos adaptamos a los distintos perfiles que tenemos en el aula? ¿Nuestras propuestas de actividad permiten espacios de libertad y creatividad al alumno o son cerradas y monitorizan absolutamente su proceso de aprendizaje? Ya que el "trabajazo" no nos lo quita nadie, al menos que sirva para crear conocimiento "en profundidad" y poder atender debidamente la diversidad en el aula, ¿no? Además, ¡donde esté un suculento marmitako que se quite una Big Mac!
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