Recuerdo con cierto mal cuerpo las críticas vertidas sobre nuestro nivel académico por los profesores de mi facultad. Me vienen a la mente esas primeras sesiones universitarias en las que, con cierto desprecio y desdén, todo hay que decirlo, muchos de ellos se mostraban asombrados con nuestro escaso bagaje cultural y nuestras enormes lagunas de conocimientos. “¿Qué se os enseña en los institutos? o “Nosotros a vuestra edad...” eran mantras habituales que masticaban a menudo nuestros sabios maestros. Había quien nos atizaba con cierta gracia y sentido del humor, todo hay que decirlo, lo cual podía convertirse en estímulo y acicate para apretar los dientes y ponerse manos a la obra. Otros, en cambio, tenían muy poco tacto, menos empatía y la gracia en salva sea la parte.
Pues bien, me temo que muchos de los que hemos acabado ejerciendo la docencia hacemos exactamente lo mismo. Uno escucha (y seguro que pronuncia, ¡ay!) sentencias parecidas sobre nuestro alumnado. Lo poco que saben, trabajan o el escaso interés mostrado por muchos de ellos son temas habituales en los pasillos y en las salas de profesores de cualquier centro educativo. Estas críticas suelen ir acompañadas de exhortaciones a pasados gloriosos donde los estudiantes sabían muchas cosas, mostraban respeto, cuando no admiración por el profesorado, y tenían una capacidad de trabajo y de superación memorable. Efectos de la nostalgia, claro.
Sin pretender justificar determinadas situaciones, los resultados y los datos son los que son, creo que la cosa no es tan sencilla como que cualquier tiempo pasado fue mejor. En mi opinión, de hecho, no acostumbra a ser así, tampoco en el terreno de la educación. Y es que tengo la sensación que la relación de las personas con el conocimiento cambia de generación en generación, independientemente de estructuras curriculares más o menos estables. Es decir, no saben lo mismo mis alumnos que lo que sabíamos nosotros a su edad. Primero, porque habitamos aulas y sistemas educativos distintos en muchos aspectos, aunque me temo que muy parecidos en otros. Pero, sobre todo, porque crecimos en mundos y sociedades totalmente diferentes, que nos ofrecían y nos pedían habilidades y esfuerzos distintos, quizá en muchas ocasiones contrapuestos. Eso por no hablar de las diferencias individuales, por supuesto.
Parece lógico, pues, que nos sorprendamos de lo distintos que somos a ellos, especialmente cuando la brecha generacional se abre y el salto de edad se amplía. No nos engañemos, nuestros alumnos saben muchas cosas y, en mi opinión, haremos bien en darle la importancia que merece a todo ese conocimiento y a toda esa experiencia. Y es que me parece que, por muy distinta que sea de la nuestra, también tiene un inmenso valor.
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