El otro día tuve la suerte de participar, junto con otros profesionales del ámbito, en un foro de educación de personas adultas con el propósito, no sé si demasiado difuso, de analizar las necesidades y retos principales que debe afrontar la educación permanente en los próximos años. Ya iremos escribiendo por aquí sobre cómo avanza el asunto pero hoy quería reflexionar sobre otra cuestión. Vamos a ello.
Por suerte o por desgracia, creo que más lo primero que lo segundo, a lo largo de los últimos años he podido establecer contacto con las dos grandes realidades que, a mi juicio, coexisten en el mundo educativo: por un lado, la cotidianeidad de los centros educativos y sus necesidades y dinámicas diarias; por otro, la visión desde la óptica de la administración educativa, quizás más burocrática y homogeneizadora.
Como digo, mis responsabilidades profesionales durante los últimos años me han permitido formar parte activa del día a día de los centros, ya sea dando clase en mi aula, gestionando mi centro o visitando otras escuelas de distintos niveles y contextos socioeconómicos. Además, como técnico de educación municipal, también he podido asistir a comisiones de trabajo mixtas entre ayuntamientos y representantes educativos provinciales y participado de otros encuentros con presencia de responsables de la administración educativa para despachar temas de gestión de ratios, personal y demás cuestiones. Y es en estos encuentros donde un servidor siempre ha detectado que la visión de ambas realidades no solo no coincide sino que, a menudo, los planteamientos desde uno y otro campo son totalmente dispares. Me explico volviendo al principio.
En el encuentro de marras, asistimos profesionales de centros de adultos, técnicos de distintos ámbitos y responsables de la administración educativa. En un momento de la sesión, mientras analizábamos los distintos perfiles que asisten a los centros de educación permanente, parecía que estábamos hablando de realidades totalmente distintas. Los profesionales de a pie (digámoslo así) comentábamos que el alumnado de los centros de adultos está mutando hacia perfiles mucho más jóvenes, especialmente en los ámbitos urbanos y, en concreto, en los cursos de graduado en educación secundaria y de preparación para las pruebas de acceso a ciclos formativos. Cuál fue nuestra sorpresa cuando desde la administración se insistía en que esta realidad no era exactamente así (imagino que asumir este hecho implica reconocer que hay un agujero importante en el sistema, claro) y se ponía el foco en que la media de edad del alumnado de los centros de educación permanente era de 33 años. Nadie duda que este dato sea real (no obstante, me gustaría confirmarlo), pero me temo que se trata de un dato interesante (o no) desde el punto de vista estadístico y absolutamente inútil desde la realidad de la gestión de los centros.
Y es inútil, básicamente, porque surge de mezclar realidades y cursos muy dispares que no tienen nada que ver entre sí. Porque no se pueden comparar los perfiles que acuden a los centros de adultos a aprender a leer y a escribir con los que acuden para sacarse un graduado en ESO, o los que pretenden aprender un idioma extranjero o acreditar un nivel de competencia digital. Decir que la media de edad del alumnado de los centros de adultos es de 33 años es una inutilidad que lo único que hace es negar una evidencia: que los centros de adultos acogen a un volumen importantísimo de alumnado joven que procede del abandono escolar prematuro. Negar esa evidencia implica no aportar recursos y soluciones para trabajar adecuadamente con ese alumnado. Y en este sentido, igual pasa con las ratios. Afirmar que un centro tiene una ratio de 24 alumnos por clase, mezclando grupos de 30-35 con otros residuales es una media verdad que, quizá permite salvar el expediente, pero que no aporta ningún tipo de solución.
Parece evidente, pues, que la macroeducación es una cosa y la realidad y las necesidades de los centros son otra muy distinta. Me parece que las administraciones competentes deberían hacer un esfuerzo por concretar sus políticas atendiendo a las necesidades reales de las comunidades educativas y ofreciendo alternativas flexibles para que los centros puedan hacer frente a sus retos con garantías de éxito. Y eso se hace escuchando y atendiendo a la gente que trabaja a pie de campo y no simplemente esgrimiendo la bandera de las medias verdades que ofrecen las ratios y las cifras macroeducativas. Porque, por supuesto, el papel lo aguanta todo.
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