Escribo este texto desde (me temo) un analfabetismo emocional pronunciado. No obstante, que uno no tenga las herramientas emocionales engrasadas correctamente no significa que no sea consciente de su importancia. Una importancia creciente, de hecho, en una sociedad y en un sistema educativo que demandan una capacidad de adaptación y de flexibilidad cada vez mayores. Y aunque quizá sea una línea de trabajo cada vez más tenida en cuenta desde los
centros educativos, me temo que todavía tenemos mucho campo por
recorrer en este sentido.
Leo artículos y textos varios sobre el asunto elaborados por expertos en la materia y me aparece un enorme listado de tareas pendientes dirigidas a mejorar la propia inteligencia emocional. En breve caerá un post al respecto. Entiendo por inteligencia emocional (insisto que uno está más pez de lo que quisiera en estos temas) la capacidad para reconocer, expresar, regular y utilizar las emociones propias y del entorno para adaptarse a las diferentes situaciones que enfrentamos a diario y, sobre todo, para sentirnos bien. Pues eso, que se dice pronto. Que una cosa es aprender la teoría y otra hacer gala de solvencia en la gestión de habilidades emocionales en nuestra práctica diaria. Lo dicho, tenemos faena.
Por otro lado, percibo que en los últimos tiempos el asunto de la innovación educativa está en boca de todos. Ya sea postulándose a favor o en contra, proponiendo la introducción de las TIC o su erradicación absoluta, con o sin flipped classroom, autoproclamándose paladines de la innovación o huyendo del sustantivo como de la peste, proliferan por la red innumerables artículos y noticias sobre innovación educativa. Incluso un servidor se ha atrevido con el tema en alguna ocasión (véase entre otros los recientes Innovación y competición en educación o ¿Jugamos? Reflexiones de un novato sobre las ventajas de jugar en el aula). Percibo, además, una notable tensión en el ambiente cuando se habla acerca de innovación educativa. Me da la sensación de que se trata de un debate que en muchas ocasiones, demasiadas en mi opinión, se torna demasiado grueso y tenso.
Y yo me pregunto si la verdadera innovación, o al menos la base sobre la cual deba edificarse cualquier otra, no estará en el terreno de la educación emocional. Si no será necesario impulsar una verdadera revolución en el terreno de las emociones que nos convierta en profesionales y en centros más atentos a las personas que a los contenidos y a las metodologías. Una revolución que erradique los prejuicios y etiquetas tan presentes en los claustros, las reprimendas y discursos tópicos, que genere espacios de escucha, que nos convierta en profesionales empáticos que busquen resolver los conflictos desde el diálogo y no desde la imposición, que nos motive y nos haga felices en nuestro trabajo. En definitiva, que nos haga más competentes emocionalmente.
Habrá quien diga que para que todo esto resulte la sociedad deberá acompañar a la escuela en este camino y no le faltará razón. Considero que el éxito, tanto en este ámbito como en tantos otros, o será colectivo o no será. Pero no es menos cierto que los centros educativos podemos jugar un papel importantísimo en este proceso y que para eso debemos creérnoslo y mover ficha. Habrá que echarle sentido común, realismo y ponerse las pilas para amarrar el timón bien firme y abrir vía. Porque uno tiene la sensación de que desde el marco actual tenemos mucho campo por recorrer. ¿Quién se anima?
Por otro lado, percibo que en los últimos tiempos el asunto de la innovación educativa está en boca de todos. Ya sea postulándose a favor o en contra, proponiendo la introducción de las TIC o su erradicación absoluta, con o sin flipped classroom, autoproclamándose paladines de la innovación o huyendo del sustantivo como de la peste, proliferan por la red innumerables artículos y noticias sobre innovación educativa. Incluso un servidor se ha atrevido con el tema en alguna ocasión (véase entre otros los recientes Innovación y competición en educación o ¿Jugamos? Reflexiones de un novato sobre las ventajas de jugar en el aula). Percibo, además, una notable tensión en el ambiente cuando se habla acerca de innovación educativa. Me da la sensación de que se trata de un debate que en muchas ocasiones, demasiadas en mi opinión, se torna demasiado grueso y tenso.
Y yo me pregunto si la verdadera innovación, o al menos la base sobre la cual deba edificarse cualquier otra, no estará en el terreno de la educación emocional. Si no será necesario impulsar una verdadera revolución en el terreno de las emociones que nos convierta en profesionales y en centros más atentos a las personas que a los contenidos y a las metodologías. Una revolución que erradique los prejuicios y etiquetas tan presentes en los claustros, las reprimendas y discursos tópicos, que genere espacios de escucha, que nos convierta en profesionales empáticos que busquen resolver los conflictos desde el diálogo y no desde la imposición, que nos motive y nos haga felices en nuestro trabajo. En definitiva, que nos haga más competentes emocionalmente.
Habrá quien diga que para que todo esto resulte la sociedad deberá acompañar a la escuela en este camino y no le faltará razón. Considero que el éxito, tanto en este ámbito como en tantos otros, o será colectivo o no será. Pero no es menos cierto que los centros educativos podemos jugar un papel importantísimo en este proceso y que para eso debemos creérnoslo y mover ficha. Habrá que echarle sentido común, realismo y ponerse las pilas para amarrar el timón bien firme y abrir vía. Porque uno tiene la sensación de que desde el marco actual tenemos mucho campo por recorrer. ¿Quién se anima?